Los viejos no deciden
ni mandan en sus
casas,
aunque estén en sus cabales.
Los hijos van a su bola,
extienden la pedigüeña mano;
como excusas cuentan trolas.
Los padres fingen creerles:
“ojos que no ven, corazón que no siente
“.
Hacen malabares con su pensión y
ahorros,
para tener a la prole contenta.
Intuyen, pero no quieren pensar,
qué será de ellos cuando de por sí no se
valgan.
¿ Los llevarán a una residencia,
o continuarán en casa, atendidos por una
cuidadora ?
Se fijan en otros ancianos conocidos de la
barriada.
De unos están al tanto los hijos y
nietos,
les prodigan reconocimiento y
cariño,
personas contratadas los sacan de
paseo,
llevándolos bien aseados.
Con otros no ocurre lo propio.
Hasta algunos son maltratados.
En la etapa tardía de la vida
te vuelves llorón, renegón, incluso
pesado.
Es como una vuelta al inicio,
cuando de niño en todo querías ser
complacido.
Que nadie, en la niñez y en la
vejez,
se sienta desvalido.
Y el Estado que no se llame a
andanas.
Que cumpla con su obligación
y no deje a los más frágiles en la
estacada.
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