La Semana
Santa es un bálsamo para el creyente. Son unos días propicios para interiorizar
y revivir, si cabe una vez más, la última etapa que pasó Jesucristo en la
tierra, como paso previo a su resurrección y ascensión a los
cielos. Su entrada triunfal en Jerusalén fue seguida por la angustia. Sabía que
sufriría apresamiento, negación, traición, escarnio, suplicio, juicio infame y
muerte de Cruz- todo lo había anunciado, pero sus discípulos no le
entendieron-; no obstante se sometió a la voluntad del Dios-Padre para cargar
con los pecados de los hombres y ofrecerles la salvación.
Nunca empuñó
espada; sus palabras y hechos fueron testimonio de Amor. El sermón de la montaña
o bienaventuranzas fue el mejor e inigualable canto; un "vademécum" para
transitar por esta vida, una proclama de las virtudes cristianas y la recompensa
a los que las practican. Sermón válido para cualquier época y
persona.
El fervor
popular también se exterioriza durante la Semana Santa, además de en los
recintos sagrados en las calles; conjugándose religiosidad y tradición en
emotivas expresiones de amor y veneración hacia Jesús y la Virgen María en sus
diversas advocaciones. Quienes no compartan tales sentimientos y tradiciones
seculares, que no las obstaculicen ni le pongan trabas. Es lo menos que se puede
pedir y exigir a algunos políticos y gobernantes que dicen representar al
pueblo.
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