martes, 4 de febrero de 2020

Los “ mutantes “ políticos, acostumbrados a vivir del erario público, rara vez cambian de partido por razones ideológicas y cuestión de principios. Habitualmente los motivos que desencadenan la deserción son: agravios, sensación de ninguneo, engaños, traiciones, ser sacrificados como cabezas de turco y un largo etcétera. Hay quienes lo hacen por dignidad y coherencia con su trayectoria ideológica, pero son los menos, ya que lo habitual es seguir las directrices y repetir las consignas impartidas por los máximos dirigentes del aparato del respectivo partido, aunque en privado disientan de ellas. La discrepancia pública y sostenida es la antesala del ostracismo, y ante ello suele prevalecer el apego al sillón y a las prebendas ligadas al mismo.
 
Pese a todo, hay quienes habiendo caído en desgracia y sufrido experiencias amargas no renuncian a sus sentimientos ideológicos, aunque se niegan a participar en la actividad política, manteniéndose alejados de los entresijos de la misma. Y es que “ el gato escaldado, del agua fría huye”.
 
La política debería estar al servicio de los ciudadanos, para resolver sus problemas y no originarlos. Pero las pugnas partidistas lo entorpecen con demasiada frecuencia. Salvo en los casos de vocación auténtica, que los hay, conviene distinguir entre la que es para destruir y la destinada a construir. En esto consiste la diferencia. Para lo bueno y lo malo “ con estos bueyes hay que arar “. Que no nos empitonen.

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