Los “ mutantes “ políticos, acostumbrados a vivir del erario
público, rara vez cambian de partido por razones ideológicas y cuestión de
principios. Habitualmente los motivos que desencadenan la deserción son:
agravios, sensación de ninguneo, engaños, traiciones, ser sacrificados como
cabezas de turco y un largo etcétera. Hay quienes lo hacen por dignidad y
coherencia con su trayectoria ideológica, pero son los menos, ya que lo habitual
es seguir las directrices y repetir las consignas impartidas por los máximos
dirigentes del aparato del respectivo partido, aunque en privado disientan de
ellas. La discrepancia pública y sostenida es la antesala del ostracismo, y ante
ello suele prevalecer el apego al sillón y a las prebendas ligadas al
mismo.
Pese a todo, hay quienes habiendo caído en
desgracia y sufrido experiencias amargas no renuncian a sus sentimientos
ideológicos, aunque se niegan a participar en la actividad política,
manteniéndose alejados de los entresijos de la misma. Y es que “ el gato
escaldado, del agua fría huye”.
La política debería estar al servicio de los
ciudadanos, para resolver sus problemas y no originarlos. Pero las pugnas
partidistas lo entorpecen con demasiada frecuencia. Salvo en los casos de
vocación auténtica, que los hay, conviene distinguir entre la que es para
destruir y la destinada a construir. En esto consiste la diferencia. Para lo
bueno y lo malo “ con estos bueyes hay que arar “. Que no nos
empitonen.
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