Aunque ha fallecido el religioso Miguel Pajares, misionero de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, repatriado hace pocos días desde Liberia a España para ser tratado del contagio del virus Ébola que sufrió en aquél país, y cuyo índice de mortalidad ronda al noventa por ciento de los afectados, valió la pena el traslado, más allá de las razones humanitarias que lo motivaron. Vaya por delante el reconocimiento al personal médico, sanitario y subalterno del madrileño Hospital Carlos III, en el que fue ingresado, por haber antepuesto su profesionalidad al justificado temor a un posible contagio, si bien se activaron las medidas preventivas para evitarlo.
El caso de Miguel Pajares y el de otros fallecidos por la misma causa ha servido para despertar las conciencias adormiladas ante esta epidemia que sacude a ciertas regiones africanas, y cuyo ritmo de propagación puede ir aumentando sin respetar fronteras. A ella se enfrentan con desprendimiento e in situ, cuidando a los enfermos y desafiando graves riesgos muchos voluntarios anónimos-religiosos, laicos, creyentes y agnósticos-, que hacen de su vida una entrega sacrificada a los demás, a los parias de la tierra.
Las sociedades del llamado bienestar necesitan ídolos que las desvelen del letargo anímico en el que están sumidas; Miguel Pajares ya es uno de ellos, un ejemplo acreedor al reconocimiento y un revulsivo para conciencias y corazones; como lo han sido Teresa de Calcuta, Vicente Ferrer y tantos otros más.
Suele ocurrir que entre la muchísima gente benefactora y desconocida para el gran público salgan a la luz, por motivos distintos, personas concretas, cuya heroicidad pasaba antes desapercibida. Todas merecen nuestra admiración y agradecimiento. Como Miguel Paredes, son los símbolos de la amorosa y abnegada renuncia e ídolos a ensalzar, que a menudo se echan a faltar en la deshumanizada sociedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario