La igualdad en los derechos cívicos entre el hombre y la mujer es una aspiración y bandera reivindicativa, en cuanto seres humanos, para que no se produzcan discriminaciones y abusos por razón del sexo; pero la realidad lo contradice, tanto en los países democráticos occidentales como, sobre todo, en el mundo musulmán y en las civilizaciones que siguen ancladas en el ancestro de los tiempos.
La desigualdad hunde sus raíces en el poso cultural que, a través de los siglos, reduce tradicionalmente a la mujer a un plano inferior al del varón. Sólo disminuye, y a empujones, en medida del avance educacional y la acción política, que tienden a eliminar los desequilibrios que al respecto se producen en las distintas sociedades y en los diversos ámbitos.
En ocasiones, en aras de la apariencia y del oportunismo, se asiste a una discriminación positiva de la mujer y se fijan cuotas, con lo que se pervierte la deseable igualdad. Cada persona tiene que ser valorada según su aptitud y capacidades, al margen de su especificidad sexual.
Hombre y mujer se complementan. Son el producto de la creación para germinar nuevas vidas- sin las cuales se hubiera extinguido la humanidad-, mediante la reciproca entrega amorosa. Ambos deben aportar lo mejor de su rico y amplio potencial para conseguir un mundo más humano y justo, desde el mutuo reconocimiento y respeto y no desde la gratuita confrontación o el menosprecio.
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