La cita previa incomoda y no mola.
Con la excusa del Covid
se ha implantado por doquier,
llevándonos a mal traer.
En lo público y privado
-salvo en hostelería, mercados,
farmacias y poco más-
tal requisito es agobiante,
vino para quedarse
y hay que tragar con él.
Es un invento añadido
para ahorrar en personal,
volvernos sumisos,
manejarnos a ajeno placer,
convertirnos en zombis,
seas joven o viejo carcamal,
tengas o no teléfono u ordenador,
sepas o no navegar por internet.
Acudes a la cita concertada,
tienes que guardar cola,
sales peor que has entrado,
con la tensión disparada
si no se ha resuelto
tu pretensión o demanda,
o tienes que volver otra vez,
previa nueva solicitud de cita.
Añoranza de los viejos tiempos,
los del trato personal y cercanía,
cuando las citas eran entre amigos,
para parlotear y tomar unos vinos,
o con esa moza que se hacía de rogar.
Aquellos tiempos fueron idos,
hay que acoplarse a la nueva realidad,
generadora de estrés y ansiedad,
familiarizarte en el uso de las redes,
en las aplicaciones de los móviles
y las páginas web.
Los jóvenes las dominan a las mil maravillas;
para los más mayores es una lección pendiente,
aunque prueban a ver si la pillan;
si la dejan por imposible
se valdrán de un hijo o nieto
para cualquier gestión telemática.
En la senectud priman los recuerdos
y vivencias de la niñez y la juventud,
no se daba, por no existir,
lo virtual y las redes en la vieja gramática.
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