Meditamos poco sobre el hecho del
ser:
porqué, para qué vivimos y cómo
actuamos
con nosotros mismos y los demás.
En un espacio propicio, deberíamos cerrar los
ojos,
sumirnos en nuestro interior,
estar prestos a la voz de Dios,
que habla al corazón.
¿ Qué quieres de mí, Señor ?
Es una pregunta
necesaria.
Dicha con humildad, conscientes de nuestra
poquedad,
flaquezas, y dejándonos arrobar por
Él,
nos llegará la respuesta.
Reincidiremos en las caídas.
Pediremos su perdón.
El desasosiego aconsejará
arrepentirnos
y volver a la meditación.
Nos emocionamos al oír la melodía
Pescador de Hombres
:
“ Tu has venido a la
orilla.
No has buscado ni a sabios ni a
ricos.
Tan solo quieres que yo te
siga.
Señor, me has mirado a los
ojos.
Sonriendo has dicho mi
nombre...”
Sentiremos el sofoco interior.
Las manos en los ojos se humedecerán
con las lágrimas, difíciles de contener.
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