miércoles, 13 de mayo de 2015

INSULTOS.

 

Los improperios hirientes, léase insultos, están al orden del día. Se lanzan gratuitamente, a falta de razones, tanto a nivel de calle como en la controversia política y en otros ámbitos sociales, cuando se pretende descalificar a una persona, a un grupo o a lo que representa aquel o aquella contra los que se dirigen. Exteriorizan la carencia de la mínima educación y respeto hacia el que se quiere ofender, y cuando se reiteran sin control por un mismo sujeto evidencian que algo no anda bien en su sesera.

De la chanza graciosa, la mordacidad inteligente- incluso punzante- a la deslenguada grosería hay un largo trecho, cuyos límites, aparte de los establecidos legalmente en defensa del honor y la propia imagen, van determinados en muchas ocasiones por la buena crianza; aunque, a veces, dándose ésta, se producen desvíos y desvaríos por la influencia del entorno próximo circundante- ambiental, en el que fija su " hábitat" social-relacional el que devendrá en zafio.

Lo más grave del insulto, siendo rechazables todos, es cuando se hace a sabiendas de su inconsistencia, y lo único que se persigue es zaherir y dañar a un adversario o rival, hipotético o real, del que generalmente no se tiene conocimiento personal. En caso de que se tenga, tal ofensa gratuita e inmerecida sobrepasa la canallada.

Especialmente en periodos preelectorales, algunos los convierten en contiendas de agresividad verbal y quedan retratados como lo que son: profesionales del insulto a la carta. Si, encima, entre ellos hay quienes alardean de profesores y pretenden educarnos, es para hacer novillos y que las urnas de sus " aulas" queden desiertas. No hace falta extenderse con ejemplos. El lector de noticias de actualidad anda sobrado de ellos

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