Cuando las formas no se guardan se pierde, en todo o en parte, la razón que se pueda tener al exponer opiniones y argumentos. Las descalificaciones exageradas o innecesarias, en ocasiones revestidas de insultos y maledicencias, restan credibilidad al que así se expresa. Tales salidas de tono, fruto de fobias y filias exacerbadas, causan rechazo en las personas moderadas y ecuánimes, aunque compartan algunas o todas las cuestiones de fondo del opinante desabrido.
El no zaherir al otro es cuestión de educación. La discrepancia puede llevarse a cabo observando los buenos modales y evitando los calificativos groseros. Pero en esta sociedad, crispada en lo político y desesperanzada en gran parte, las frustraciones, desavenencias y desengaños hacen aflorar con mayor visibilidad la incomprensión y la intolerancia. Nos hace falta más piedad y ternura; y en muchas ocasiones contar hasta diez para pensar antes lo que se vaya a decir.
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