El Covid-19 está dejando, además de muertes y
contagios, muchas secuelas y traumas que afectan al equilibrio psíquico y a la
subsiguiente estabilidad emocional. El miedo, el estrés, las experiencias
propias y ajenas, así como la quiebra económica y laboral, y las incertidumbres
presentes y de futuro, desencadenan ese mal anímico, que se ve aliviado con la
administración de las vacunas. Incluso, el hecho de esperar la citación para que
sea inyectada, genera ansiedad a los que no la han recibido, pues hay que estar
pendientes de la llamada o mensaje al teléfono móvil. La posibilidad de
reacciones adversas de la vacuna, muy pocas por cierto y muchísimo menos las
graves e irreversibles, generan también cierta preocupación, aun sabiendo que
las ventajas superan ampliamente a los escasos inconvenientes.
Debería haber también una vacuna contra la
crispación y los desabridos enfrentamientos políticos, que originan los
posicionamientos extremos y repercuten en la sociedad. La polarización es una
triste realidad, que divide a las personas y a los grupos sociales, haciéndoles
irreconciliables. Esto se hace más evidente en las campañas electorales, en las
que cada partido mantiene su relato propio, sea sincero, falso, tendencioso,
bienintencionado o torticero. Se echa de menos la vacuna que prevenga el virus
de la confrontación cuasi bélica de la política. El remedio es la democracia
verdadera, cuya ventaja está contrastada. Pero hay quienes, invocando tan noble
palabra, desvirtúan su concepto, se alejan de los principios que la rigen y
quieren implantar e imponer el totalitarismo con su sectario pensar y proceder.
Para tal vacuna no hacen falta experimentos científicos, sino simplemente buscar
el bien común con rectas intenciones. Reside en el corazón humano, pero muchas
veces se prescinde de ella y se opta por dar rienda suelta al virus maligno que
anida en las personas.
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