martes, 7 de febrero de 2012

EL AMIGO ATRIBULADO Y EL HABLAR DE DIOS

 

Cuando sobrevienen hastíos en el alma, cuando repentinamente surge un bajón de moral, cuando el rostro muestra un rictus de melancolía o de anímico abatimiento, cuando  el espejo de tu faz no refleja el habitual esplendor, cuando te encierras en silencios no compartidos, no te alarmes amigo y procura indagar el o los porqués. Encontrarás la respuesta buceando en tu interior y en los condicionantes del entorno pasado, actual o en los interrogantes del futuro. Nada sucede porque sí, ni hay obstáculo que no se pueda salvar. Suelen ser vaivenes pasajeros en el caminar por la vida que hay que saber sortear.

Es señal que como persona, maravilla de la Creación, eres único e irrepetible, con diferentes respuestas a estímulos distintos. Lo que vislumbras oscuro devendrá en luz, lo que dramatizas hoy recordarás como comedia mañana, aquello a lo que das exagerada importancia  no será más que fútil anécdota con el paso de los días. Relativiza lo accesorio y presta atención a lo fundamental y trascendente. Utiliza todo tu ilimitado potencial humano; si quieres, sabrás cómo hacerlo.

Destierra errores cometidos y saca lección de cada uno de ellos, olvida agravios y sé presto al perdón y comprensión, sé dúctil cual mimbre para no ser arrasado por el vendaval, irradia alegría y contágiala a los demás, no quieras imponer el destino a los otros, no seas pretencioso y sé humilde. No confundas el Amor con la efímera pasión, ni te apegues en demasía a lo terrenal.

Me contaste, amigo mío, hace unos días tus pesares, la falta de consuelo por tu dubitativa o renqueante Fe. Intenté animarte, te dije que todo el mundo tiene sus malos momentos, que la Fe hay que cultivarla, que muchos descuidamos en labrar ese campo y, sin saber cómo, de mis labios salieron las palabras que acabo de reproducir por escrito.

Tu no te apercibiste, pero el domingo te vi arrodillado en una capilla frente al Sagrario, con las manos cubriéndote los ojos. Desde una cercana esquina en la calle aceché tu salida y cuando lo hiciste vi tu rostro transfigurado en serena placidez. Sentí satisfacción y sana envidia, intuyendo que te habías decidido a escuchar a Dios y que, en la recóndita capillita, oíste Su palabra, quedando arrobado por la mística comunicación.

Sobran mis palabras, querido amigo. El testimonio aquí queda reflejado, como secreto entre tu y yo. Solo me resta pedirte que si un día me notas cariacontecido, triste o afligido, me lleves aparte y me digas lo que Dios te habló.

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