Hay una forma de corrupción que no es la material, pero sí más dañina. Actúa a impulso del odio, desea el mal ajeno y se recrea en él. Como la otra, es insaciable; pero no enriquece a quien la practica y, sin embargo, lo hunde más en la miseria moral común a ambas.
Se reviste de formas diferentes y despliega su maldad contra lo que pretende dañar, bien sea en el campo personal o a niveles ideológicos, políticos, religiosos, raciales, culturales, sociales,… El odio, como exaltada expresión de la malquerencia, desconoce la ecuanimidad, no entiende ni atiende a razones, ni se mueve por la búsqueda de la justicia y la verdad.
Es el desalmado yo, sin sosiego, que saca a relucir lo peor del ser humano cuando desaloja la piedad y la comprensión, caminando con el perpetuo rencor sobre pedregales de egoísmo. Como implacable dios justiciero procura destruir a quien considera su rival o enemigo, aunque no lo sea.
La historia tiene sus “caines” y “abeles” y recoge atrocidades; unos, otros y éstas continúan dándose en el presente llamado civilizado, confirmándose que “el hombre es un lobo para el hombre”. Solo la educación en rectos principios y valores podría domesticar la fiera del odio humano.
Aspiración que por utópica parece inalcanzable y, por tanto, llevar al desaliento. No es éste la solución, sino perseverar en el intento y remar en el mar del AMOR. “ Señor, haz de mi un instrumento de Paz. Que allí donde haya odio, ponga yo amor….”, así empieza la seráfica plegaria. El mundo iría a mejor si nos aplicásemos en ello, aún con el asumido riesgo de sufrir dolorosas dentelladas.
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