Los escándalos que están saliendo a relucir son la punta del iceberg de la podredumbre que corroe las entrañas de la democracia española. Ahora, y con seguridad no el último, le toca el turno al espionaje político en Barcelona, con micrófonos ocultos en el centro floral que adornaba la mesa de un restaurante.
Lo menos llamativo, aún siendo de importante gravedad, no es el caso concreto en sí, ni quienes lo encargaron, ejecutaron, ni los que lo sufrieron. Lo alarmante es, desde hace años, la presumida práctica habitual de procedimientos ilegales para violar la intimidad personal, con el fin de conocer los secretos y propósitos de terceros, tratar de anticiparse, y utilizarlos o neutralizarlos por cualquier medio, sin excluir el chantaje.
Están asumidas, por lo general, ciertas prácticas no ortodoxas, ejercidas en el espionaje por parte de los distintos servicios de inteligencia, como última razón para defender los altos intereses de sus respectivos Estados, a cambio de eficacia, discreción y queden en el anonimato. Esto es tan antiguo como la misma Historia; tiene sus reglas no escritas del juego y, cuando se falla, suelen venir los posteriores arreglos entre los concernidos.
Que organizaciones políticas, o miembros de las mismas, se valgan de los servicios de terceros o los practiquen de por sí, utilizando medios rudimentarios o técnicamente sofisticados, con desprecio de la Ley, para obtener información y atacar al adversario, en ocasiones situado dentro de sus mismas filas, invadir su intimidad, descubrir sus vergüenzas o tapar las propias, sobrepasa los límites de la indecencia. Cuando a ello se recurre, se puede esperar cualquier cosa por execrable que sea, y el castigo debe ser ejemplar; no valen los arreglos.
Cuando Rubalcaba dijo aquello que sabía todo de todos, él sabría porqué lo decía y a qué se refería. No será el único en saber, pero le atribuyen ser reputado experto en ciertas " especialidades del conocimiento".
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