Somos muy dados a hacer leña del árbol caído, y más cuando mayor es su altura o notoriedad pública. Cuando está en entredicho o bajo sospecha, surgen por doquier aserradores dispuestos a cortarlo de tajo, sin esperar a que se compruebe si en él anida un hongo dañino o simplemente se balancean sus ramas por una pasajera ventolera.
El instinto iconoclasta de los mediocres, sectarios y envidiosos, que abundan por doquier, da por condena lo que son simples presunciones. En nombre de la justicia y la ejemplaridad se apuntan interesadamente al coro de los verdugos, movidos por el huracán destructor que brota de sus deseos.
Los rugidos, maledicentes o taimados, amparados en la libertad de expresión y opinión, se lanzan a través de los medios. A menudo, anteponiendo el escudo autoprotector de presunto.
Por otra parte, siempre hay defensores a ultranza o a machamartillo, y aquellos que, por su situación, lidian prudentemente el pronunciarse sobre la cuestión con la muletilla de la presunción de inocencia y el respeto a las decisiones judiciales.
Por lo general, cuando los afectados son simples arbustillos o matojos de hierbas, como componentes del común, no se repara en ellos ni se ven azotados por ningún vendaval extra judicial. Cosa que no ocurre con la gente famosa, de prestigio o de elevada cuna, a la que, además de la pena anticipada y añadida del telediario, y la dictada por ciertos tertulianos y comentaristas, se ve conminada a demostrar públicamente su inocencia o a confesarse culpable.
Exigible es que la Justicia actúe con independencia, prudencia y equidad, conforme a la Ley. También que cesen los juicios paralelos que predisponen a la opinión pública en contra del posible justiciable, al que se le pueden causar innecesariamente daños irreparables.
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