La llamada perfección es la cima que se alcanza tras un largo recorrido de renuncias y sacrificios, supeditando las conveniencias particulares y los usos dominantes a los intereses legítimos y los derechos inalienables de toda persona. Los que culminan el citado ascenso, inasequibles al desaliento pese a sus limitaciones y tropiezos, son un ejemplo a imitar. La mayoría no coronaremos la cumbre, pero, al menos, tendremos la gratificante satisfacción de haberlo intentado.
A veces conviene aislarnos del circundante “ mundanal ruido “ ,y efectuar una íntima y sincera introspección personal, para reconocer el sentido que damos a la vida y ponderar si le damos un valor trascendente, que hay otra vida después de ésta y que el paso por acá es la antesala breve del más allá eterno. Pese a ello son inevitables los episodios de duda, salvables desde una acendrada Fe. Bastantes agnósticos no pueden eludir plantearse la cuestión, aparcando por momentos sus convicciones puramente racionalistas en busca de respuestas. Tampoco faltan los creyentes que piensan que si “ después no hubiera nada”, se estaría ante una estafa. Que los primeros encuentren la luz, y los segundos roguemos con humildad al Gran Hacedor para que alimente cada día el don gratuito de la Fe. La luz clarificadora y la Fe vivida son los peldaños que pueden aproximarnos a la ansiada perfección o, al menos, a ser mejores.
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