Irene Montero parió una
monstruosidad:
el proyecto-ley de la
transexualidad,
aprobado por el Gobierno en pleno,
pese a las reticencias previas de Carmen
Calvo
y de algunos ministros, ministras y
ministres
respecto a determinados artículos aberrantos,
aberrantas y aberrantes.
Cabe esperar que no prospere en el
Parlamento;
pero ¡ qué más da ! dirá la de la
Igualdad,
he sido la adalid, adalido, adalida y
adalide,
reina, reino y reine de mi proyecto,
aunque los trogloditas afirmen que es un
diabólico engendro.
Pasaré, por transgresora, a la
inmortalidad,
se me recordará a perpetuidad;
como me venía corto el reconocimientos
trans,
crucé el rubicón, salté todas las líneas
rojas,
no me importó la minoría de edad.
Sánchez le siguió la corriente;
está por encima de gallos, gallinas y
gallinetes,
que se peleen entre sí, si quieren;
como Pilatos se lavó las manos,
consintió lo que pudo vetar,
y por apego al sillón hubo en el Consejo
unanimidad;
él, prisionero de su ego, vela sólo por sus
personales intereses.
El escándalo originado circula por
doquier,
muchas feministas y trans llaman a
rebato
contra partes del mentado proyecto de
ley.
El asunto no es para tomárselo a
broma,
mas su extrema gravedad,
hace que recurramos a ella,
queriendo pensar que es una mala
pesadilla
la realidad promovida por la amarga
peladilla
del lenguaje inclusivo y la elección a la carta
del sexo.
Su mentora, Inés Montero, la bien pagá, carece de vergüenza y seso.
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