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Los agentes policiales, especialmente los dedicados a tareas investigadoras o informativas, no suelen limitarse al mero cumplir con su oficio, sino que por propia iniciativa, dentro de la legalidad, van más allá del mínimo exigible, y procuran captar confidentes que les faciliten datos o noticias útiles para cumplir con eficacia la misión que la sociedad espera de ellos, ya que estos suelen tener conocimiento, por motivos varios, de lo que se cuece en algunos ámbitos de la criminalidad, o facilidad para enterarse.
Ello conlleva que surjan contactos y relaciones entre unos y otros, más o menos esporádicos, y con el tiempo puede que surja recíproca empatía personal. En ese punto, cada cual debe saber qué límites no se deben sobrepasar, lo que tiene que estar presente de modo especial en el ánimo del agente de la Autoridad para no resbalar en la ilegalidad, ni apartarse del código de la deontología profesional. Las reglas de este juego "sui géneris" deben quedar definidas desde el principio y ser aceptadas por ambas partes.
Esto, que es tan fácil de decir, no lo es tanto, en ciertas ocasiones, de llevarlo total y escrupulosamente a la práctica. Determinados casos, normalmente de especial gravedad o trascendencia, pueden llevar al policía, guiado por su celo y con rectas intenciones, a caminar sobre el elevado alambre fronterizo; pero debe cuidarse de no caer en el delito. Sólo al "agente infiltrado", excepcionalmente y con autorización y control judicial, le está permitido cometer o participar en alguno de índole menor, si fuera realmente necesario y no hubiera otra opción, para obtener la información que permita prevenir o esclarecer otros de mucha mayor gravedad, y que de otro modo no se podría conseguir.
Hay líneas rojas que no se deben traspasar. Así lo entienden y practican la inmensa mayoría de los integrantes de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Por ello, y por su probada eficacia, se les otorga tan alta valoración.
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