La madurez de las personas, que suele ir acompañada con la edad, lleva a reflexionar sobre el pasado y a replantearse actitudes, sentimientos, hechos y procesos mentales que se tuvieron, los propios y los ajenos. La distancia con que se analizan ayudan a abarcar la realidad en su conjunto, época y contexto, produciéndose inferencias comprensivas sobre el todo o parte de lo que fue. Se distingue con aproximada nitidez lo perverso de lo bueno, lo evitable de lo ineludible, el error de la malicia, y la influencia de las diversas circunstancias.
En el proceso de madurez intelectual van cambiando posicionamientos y prejuicios, llegándose finalmente a un punto ecléctico en el que se juzga con serenidad. Tal evolución, que no tiene por qué afectar a las creencias más personales e íntimas del espíritu, también estimula la tolerancia hacia lo que procede transigir, sin perjuicio de tener las ideas claras sobre aquello que merece la tolerancia cero.
Con todo, siempre habrá quienes se mantengan en posiciones irreductibles y extremas, pese al transcurrir de los tiempos, y anclados en el pasado u ofreciendo un producto revolucionario caduco, se oponen por sistema a los nuevos rumbos que las modernas sociedades democráticas demandan. Por ello conviene discernir lo que hay cambiar de lo que procede mantener. No son útiles las añoranzas de aquello que no volverá ni las utopías inalcanzables. En todo caso, aquéllas deben servir para extraer consecuencias aleccionadoras, y las utopías pueden ser válidas en cuanto sean una aspiración para mejorar la sociedad en su conjunto.
La experiencia acumulada por las personas sensatas debería ser propagada y tenida en cuenta, para que los embaucamientos de algunos predicadores no calen en el auditorio, ya que el seguimiento de sus peroratas nos llevaría a un salto en el vacío, y de tales batacazos siempre se sale muy mal parado. Por contra, la experiencia y la madurez que con ella se adquiere son sabias consejeras.
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