Trump denunció que su derrota electoral
estuvo plagada de fraudes, pero los tribunales no le dieron la razón. Se
empecinó en el convencimiento de su victoria, alentando a los republicanos más
enfervorecidos para que cercaran el Capitolio, llegando éste a ser asaltado.
Viendo el cariz de la situación, apeló a que cesara la violencia y no hubiera
enfrentamientos con la policía. Ésta desalojó a los ocupantes y practicó
detenciones. El resultado fue de 4 muertos, en circunstancias que se investigan,
y varios heridos, además del antidemocrático y bochornoso espectáculo que pudo
ver el mundo por televisión. El asalto
al Capitolio merece la repulsa unánime. Pero no pueden rasgarse las vestiduras
por ello los de la extrema izquierda española, que rodearon e intentaron hacer
lo propio en nuestro Congreso de los Diputados. Uno de sus impulsores fue Pablo
Iglesias, ahora vicepresidente del Gobierno presidido por Pedro
Sánchez.
Trump tendrá que abandonar en breve la Casa
Blanca, para ser sustituido por el demócrata y ganador de las presidenciales
Biden, aunque muchos de sus seguidores seguirán pensando que hubo
irregularidades en las votaciones. Se abre la
incógnita, cargada de más recelos que esperanzas, sobre el giro que dará Biden a
la política nacional e internacional de su predecesor, que afectará de un modo u
otro al liderazgo mundial estadounidense, a las relaciones con las otras grandes
potencias y a sus repercusiones en los países medianos y pequeños.
De momento, es previsible que se ahonde por un
tiempo la fractura entre los estadounidenses, lo que no sería bueno para esa
gran nación ni para el equilibrio internacional. En la era post-Trump, como en
otros relevos presidenciales anteriores, hará falta mucha generosidad y manos
abiertas. El mundo sigue necesitando paz, bienestar y libertad. Los que más
mandan están obligados a intentar satisfacer tales anhelos.
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