Agarrado como una garrapata al poder, a Pedro
Sánchez no hay quien lo eche por el momento. Nos chupa la sangre, torpe en la
gestión de la pandemia y un desastre en lo económico y político-social. Sus
credenciales son la fatuidad y el engaño. Se complace en los halagos que le
dedican los medios afines, regados dinerariamente por él, ignorando las críticas
que se le hacen por los que nada le deben, sean españoles o extranjeros.
De la nefasta gestión de muchos de sus ministros
él es el único responsable, ya que libremente los designó. Los aciertos de los
restantes, pocos por cierto, se deben a éstos, aunque Sánchez se apunte el
tanto. En cualquier caso es el que tiene la última palabra, revestida de falsa
humildad y repleta de circunloquios aburridos. Pero ahí sigue, cual
espantapájaros en terreno baldío y convertido por él en un erial, para que no se
acerquen y puedan picotear los frágiles pajarillos. Solamente los buitres
revolotean a su alrededor en busca de los deshechos de algún animal muerto por
sed e inanición.
Solar patrio, ahora desértico, en el que sólo
existe el oasis monclovita. Desde allí reparte rácana y caprichosamente dátiles
y leche a los tuaregs, para que no se solivianten ni le asedien. Cuando lo
intenten, unos estarán ya exhaustos y otros habrán perecido. Aquí, todos, salvo
los privilegiados, somos tuaregs, pero sin palmeras bajo las que cobijarnos ni
vaca u oveja con leche. El cordero escuálido sólo da para un caldo de cuscús.
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