Más de una vez nos hemos preguntado si no es desmesurada la crítica contra el Gobierno presidido por Mariano Rajoy y contra él mismo, a la que nos hemos sumado en casos puntuales.
La proveniente por parte de los partidos en la oposición era esperada, especialmente la del PSOE por sus ansias de recuperar el poder perdido. También la de los independentistas, sean los viscerales irredentos o los mercaderes con desnortado rumbo.
La de los militantes, simpatizantes del PP y de quienes les votaron en la últimas generales, obedece, por lo general, a cierta frustración y desencanto por no ver señales tangibles de la regeneración prometida, ni de la pronta recuperación económica y la disminución del paro, a la vez que perciben demoras y titubeos en asuntos esenciales de principios que nada tienen que ver con lo material.
La obnubilada censura no deja entrever los esfuerzos del Gobierno para afrontar los diferentes frente abiertos, de profundas honduras, que nos dejó Zapatero, sobre cuyo nefasto legado se ha dicho que " la peor destroza que hizo no es la económica sino la de la propia estructura del Estado y de un ciudadano al que se ha anulado y se le ha borrado la escala de valores".
Rajoy se ha visto obligado, en frenética actividad y por tal de poder salvarnos, a olvidar promesas electorales, a plegarse a las exigencias de la C.E. y tratar de frenar la presión de eso que llaman los mercados. Las rotativas del BOE echan humo sin parar, la contestación y algaradas callejeras están al orden del día y el Presidente de la Generalidad de Cataluña, Mas, no cesa con el incordio de su desafío.
Desconocemos cuál será el resultado final de la gestión gubernamental, esto va para largo, la crispación y el barullo nada solventan, aunque la preocupación no se pueda evitar. Valdría la pena bajar el tono de la crítica sistemática y ponernos en la piel de Rajoy o en la de otros gobernantes responsables.
Quienes se consideren capaces de enfrentarse con el morlaco y despacharlo con acierto, que lo intenten. A la mayoría, ni se nos pasa por la cabeza meternos en tal aventura ni es nuestro oficio. El común ve el toro desde la barrera, pero alguien tendrá que torear. Los que se atrevan, que hagan una buena faena; la entrada es cara y el público muy exigente.
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