domingo, 27 de agosto de 2017

DESPUÉS DE LA MANIFESTACIÓN DE BARCELONA.


Se sabía o intuía lo que iba a suceder ayer en la manifestación de Barcelona. Más que un rechazo y condena inequívocos al terrorismo islamista, fue una exhibición de fuerza del independentismo catalán y de rechazo a España, centrado éste en el Rey y el Presidente del Gobierno. Las imágenes de la misma y los abucheos lo han certificado. Las pancartas y alusiones contra la islamofobia podían hacer creer también al espectador, ignorante de la atrocidad yihadista, que en Cataluña y, por extensión, en el resto de la nación española, se produce una acoso y discriminación hacia los musulmanes.

Hubo gritos aviesos, silencios y determinadas comprensiones vergonzantes ante los mismos; incluso intervenciones de familiares y allegados de los terroristas, condenando la violencia, pero sin renegar ni avergonzarse públicamente, con nombres y apellidos, de los desalmados con los que les unían vínculos de sangre o amistad. Es comprensible su dolor y la consternación que han sufrido, al igual que el producido en gran parte de las comunidades musulmanas; pero que no digan que ellos son las víctimas, al menos en Occidente. Tal como están las cosas, se puede comprender también, con riesgo de equivocarse, que a veces sea problemático distinguir la realidad de la ficción.

El formato protocolario de la formación resultó una chapuza, impensable en otros países europeos por hechos similares. El Rey, siempre digno, acertó al asistir, al igual que el Presidente del Gobierno, pese a conocer la encerrona programada y los riesgos que asumía. En fin, lo que pudo ser una manifestación de unidad política contra el terrorismo yihadista, resultó un fiasco desagradable. Pero eso, a los independentistas catalanes les importa un pito; a ellos lo único que les interesa y su principal objetivo es el proceso separatista.

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