La soledad, bien llevada y libremente asumida, es
una oportunidad para la introspección y para desnudar el alma ante uno mismo. Es
como el espejo que refleja la imagen de lo que hemos sido y somos, sin
artificios ni autoengaños, siempre que dediquemos al menos unos minutos al día a
ese repaso sincero de nuestra conducta y devenir personales. No se trata de
reparar en cómo nos ven los demás, sino de cómo nos vemos cada uno de nosotros,
cuáles son los fallos y errores cometidos, y el modo de repararlos y corregirlos
con propósito de enmienda y mejora.
No es cuestión de auto-flagelarnos ni de buscar
justificaciones. Lo hecho, hecho está. Pero es una liberación de lo que pesa en
la conciencia, de los fantasmas que nos atormentan de vez en cuando. Para ello
hay que admitir, humildemente, nuestra poquedad e intentar seguir los pasos de
los pocos que rozan la perfección. Éstos tienen también sus carencias, y no
cesan por superarlas. A menudo el mundanal ruido, con sus turbulencias y
desafueros, hace que le prestemos exclusiva atención, nos obnubila y hace
olvidar que para cambiar el mundo hay que empezar por cambiar cada uno. La
introspección en soledad puede ser el inicio para el cambio
personal.
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