Revisar y enjuiciar la Historia, prescindiendo de
las circunstancias y el caótico ambiente político-social de la II República,
desencadenante de la sublevación militar y la subsiguiente guerra civil, es un
disparate. Si, además, se hace con revanchismo sectario, extendiéndolo a los
inicios del periodo post-franquista, es querer liquidar el espíritu de la
transición democrática basado en la reconciliación, el perdón recíproco y el
nunca más.
Franco no fue un genocida, sino un prestigioso
militar que derrotó al comunismo, a las restantes milicias populares y a los
militares fieles a aquella República ingobernable, y eso no se lo han perdonado
nunca las izquierdas. Tras la victoria aplicó las leyes y usos de todo vencedor
conforme a la Justicia militar, pero menos rigurosas de la que hubieran aplicado
los vencidos si hubieran ganado la contienda armada.
Zapatero reabrió las heridas ya cicatrizadas y
Sánchez parece que quiere engangrenarlas con una vuelta de tuerca más a la Ley
de Memoria Histórica. Se podrá desmantelar la simbología franquista, perseguir
todo aquello que se considere apología de Franco y su régimen, pero lo único que
se conseguirá es despertar la curiosidad y el reconocimiento a su figura y obra,
con sus virtudes y defectos, por parte de esa mayoría que poco o nada saben de
él.
En fin, Franco es el comodín útil que el Gobierno
se saca de la manga para distraer la atención y que la gente no repare en lo que
verdaderamente le importa. Sobre el “ paraíso “ bolchevique-comunista, sus
exterminios en masa y “gulags” hay amnesia. No vende ni está de moda recordar
sus atrocidades inhumanas. Será porque “ perro no muerde a perro”.
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