Érase una vez el dueño de un castillo en cuyas mazmorras purgaba sus culpas un despiadado malhechor. El propietario de la fortaleza ejercía el dominio sobre las vastas tierras de su Señorío y templaba gaitas, con tal de mantener la paz en buena gobernanza, con algunos ariscos aparceros ávidos por librarse de los tributos a pagar y convertirse en amos de los campos que en arriendo cultivaban. Uno de ellos destacaba en rebeldía, exigiendo la libertad del bracero cautivo al que, tiempo atrás, había encomendado que causara el terror entre los fieles campesinos del Señor arrasando cosechas y segando vidas.
Habiendo trascendido la demanda del rebelde entre los pacíficos labradores, que tantas tropelías sufrieron por parte del cautivo antes de ser apresado, elevaron súplica a su Señor para que no accediera a ello y mantuviera encadenada a la más alimaña que persona. Preocupado el Señor del descontento que se originaria si no atendía la súplica de sus leales partidarios y, por otra parte, en el insaciable rebelde si, accediendo a ella, mantenía el merecido cautiverio, reunió a sus consejeros y en secreto se planificó la siguiente estratagema:
Se le encargó al Alcaide del presidio para que lo trasladase a un hospicio de la Orden Hospitalaria y que los sanadores dieran fe de su precaria salud. A continuación, para no indignar a unos ni sublevar a otros, se lanzaron bandos anunciando que se le iba a liberar a fin de que pasase el resto de sus días junto a su familia y al cuidado del experto en practicar sangrías por donde escapan los malos humores. El compasivo proceder haría que corriese de voz en voz tan humanitario gesto.
Más he aquí que los fieles servidores y quienes sufrieron la maldad del facineroso descubrieron el engaño del amo, quien prefirió contentar al aparcero rebelde antes que satisfacer las peticiones de implacable justicia para quien nunca tuvo piedad ni mostró arrepentimiento por sus atrocidades. Como la indignación se expandía más rápida que la pólvora encendida y el sanador del castillo y el pesquisidor del Santo Oficio se posicionaron en contra de los deseos del Señor, éste quiso quitarse el mochuelo de encima y, cual Pilatos, se lo endosó a un Justicia Mayor.
El Justicia puso en libertad a la alimaña, la " buena nueva" fue recibida con alborozo en el predio rebelde. Se festejó con bailes, vinos y viandas, mientras en otros lugares las ovejas balaban de impotencia y dolor. El pastor, habiéndolas traicionado, dejolas en su amarga soledad; la justicia se esfumó.
¡Qué cuento más triste!, abuela, prefiero el de la “Princesa encantada”. La abuela estampó un beso en su frente, apagó la luz y con voz entrecortada le dijo " duerme mi niña", mañana será.
Con lágrimas en los ojos abandonó la habitación y se sentó junto a su esposo en el salón. En el centro de la estantería la foto de un guardia civil, la de su hijo que una bestia etarra asesinó. Por el televisor oyeron : " El miembro de ETA,...Bolinaga, ha sido puesto en libertad por la Autoridad Judicial..." El marido accionando el mando lo apagó y se abrazó a su mujer; derrumbados sollozaban, la noticia fue la lanza que nuevamente les atravesó el corazón.
En otra casa, Ortega Lara... ¿Para qué seguir? Empezamos con un triste cuento y acabamos con una cruel realidad que no por intuida duele menos. La " política" ha estado por el medio enredando, la "justicia" de los hombres se ha pronunciado. Nadie nos puede exigir que confiemos en aquella ni que compartamos ésta.
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