El agua contenida en los pozos de las distintas administraciones públicas está a cargo de diferentes manos, dependiendo de quienes la gestionan y suministran el darle un recto uso como un bien comunal, o hacer trampa y permitir, bajo corruptas contrapartidas, que algunos se cuelen subterráneamente para hacer acopio del líquido que se filtra a través de amañadas grietas.
El caso es que los pozos patrios están secos, el común anda sediento y los desaprensivos han acumulado el preciado tesoro trasvasándolo a camufladas cisternas; pero, claro, el agua sucia al gotear deja huella y tras ella andan los rastreadores.
Los implicados en el pillaje y trasiego, donantes y receptores, andan recelosos y alarmados; sus motivos tienen. Los que no, dicen: a mí que me registren; pero, por lo del ventilador que esparce sombras de sospecha sobre otros para diluir las maldades propias, se ven en la aberrante tesitura de demostrar su inocencia.
Lo cierto es que muchos andan cautos con las relaciones y el teléfono. Unos, por cubrirse y no dar pistas; otros, para no ser mal interpretados. Aquellos tienen merecida la zozobra y mucho más; éstos, por ajenas culpas, disimulan como pueden su anímico mal vivir.
Como el gato escaldado del agua fría huye, se va imponiendo que cuando se llama a la puerta o suena el teléfono, preguntar quién es y, según sea la voz del que responda, franquear la entrada, entablar conversación, o simplemente decir: no estoy.
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