Hoy, en el día de difuntos, además de recordarlos, cabría preguntarse para qué les valió a los que durante la historia y en la vida personal de cada uno de ellos, prevaleció el mal sobre el bien, o acumularon riquezas y poder sin el menor escrúpulo en la consecución de aquéllas y en el ejercicio de éste. Posiblemente, para nada; la permanente insatisfacción debió de estar instalada en su trayectoria vital.
Por el contrario, los que la encauzaron procurando su perfeccionamiento interior, traducido en el buen obrar, desterrando egoísmos y los perversos instintos que convierten al hombre en depredador, conocerían la placidez resultante de tener la conciencia en paz consigo y con el prójimo.
A medio camino, entre ambos casos, debió de trascurrir la andadura terrenal de otros, ya que porciones del bien y del mal suelen cohabitar en lo humano. El rectificar ante el desvío es valerosa actitud que ennoblece y gratifica.
El caso es que todos fueron visitados por la " hermana muerte", como la denominó San Francisco de Asís, que siempre aparece aunque no haya cita previa. Con ella empieza el insondable misterio del más allá. Que el Dios de todos, hacedor de la vida y conocedor de las flaquezas humanas, muestre su rostro misericordioso. Es lo que pedimos hoy para los que nos precedieron en el viaje a la eternidad, y para los que permanecemos en el andén de este mundo a la espera del tren que a ella nos ha de trasportar para volver a ver a nuestros seres queridos.
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