Hoy se cumple un año del Decreto del Estado de
Alarma, prorrogable por la expansión del Covid-19 en España, que imponía a la
población el confinamiento domiciliario, salvo para los desplazamientos
indispensables por causas de fuerza mayor. Al día siguiente, el número de
contagiados superaban, según fuentes oficiales, los 7.800 en todo el país, y el
de los fallecidos aumentó a 293. Hasta la actualidad los contagiados han sido
unos 3.200.000, y los fallecidos rondan o superan los 80.000. La magnitud de la
tragedia humana y económica arrastrada desde entonces es bien sabida, así como
el levantamiento del confinamiento, repuntes y descensos de la pandemia,
desescaladas apresuradas, nuevas cepas, restricciones de los desplazamientos
imprescindibles, que desde el primer momento estuvieron, y nuevos confinamientos
en determinadas zonas y circunstancias, etc..., y en eso seguimos, con la
incertidumbre de cuándo acabará esta pesadilla horrorosa.
La pésima gestión del Gobierno, cuando ya se
preveía lo que iba a suceder, fijándonos en lo que ocurría en la cercana Italia,
es evidente. Ni siquiera se disponía al principio de los elementos de protección
necesarios. Pero aparquemos los reproches. Recordemos a las víctimas,
reconozcamos el esfuerzo titánico del personal médico-sanitario y el trabajo de
los otros colectivos imprescindibles que, desde el primer momento, estuvieron a
la altura de las circunstancias y en ese desempeño impagable siguen, aun a costa
de su salud y peligro para sus vidas.
La pandemia ha sido y sigue siendo un mal que
nunca se olvidará. Ha cambiado nuestra forma de vivir, profundizando en el sentido y la fragilidad de la existencia humana,
en el modo de relacionarnos y originando temores y muchas secuelas
psico-emocionales, además del quebranto gravísimo de la economía nacional.
Esperemos que no venga una cuarta ola. Algunos expertos opinan que sería más
mortífera. Si llega, y no estamos inmunizados contra ella, continuaremos con el
“ via crucis “, y los árboles de las calles desiertas serán cipreses.
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