“Vivo sin vivir en mí,
y tan alta vida espero,
que muero porque
no muero.
Vivo ya fuera de mí,
después que muero de
amor;
porque vivo en el Señor,
que me quiso
para sí:
cuando el corazón le di
puso en él
este letrero,
que muero porque
no muero.
Esta divina prisión,
del amor en que yo vivo,
ha hecho a
Dios mi cautivo,
y libre mi corazón;
y causa en mí
tal pasión
ver a Dios mi prisionero,
que muero porque
no muero.
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos
destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma
está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor
tan fiero,
que muero porque
no muero.
¡Ay, qué vida tan amarga
do no se goza el Señor!
Porque si es
dulce el amor,
no lo es la esperanza larga:
quíteme Dios
esta carga,
más pesada que el
acero,
que muero porque
no muero.
Sólo con la confianza
vivo de que he de morir,
porque
muriendo el vivir
me asegura mi esperanza;
muerte do el
vivir se alcanza,
no te tardes, que te espero,
que muero porque
no muero.
Mira que el amor es fuerte;
vida, no me seas
molesta,
mira que sólo me resta,
para ganarte
perderte.
Venga ya la dulce muerte,
el morir venga
ligero
que muero porque
no muero.
Aquella vida de arriba,
que es la vida
verdadera,
hasta que esta vida muera,
no se goza
estando viva:
muerte, no me seas esquiva;
viva muriendo
primero,
que muero porque
no muero.
Vida, ¿qué puedo yo darle
a mi Dios que vive en
mí,
si
no es el perderte a ti,
para merecer ganarle?
Quiero
muriendo alcanzarle,
pues tanto a mi Amado quiero,
que muero porque
no muero.”
Sólo los grandes místicos sienten tales sensaciones y anhelos en busca del Amado, previo desasimiento de las cosas terrenales. El frenesí, locura de Amor por el Señor, les hace levitar para contemplar más de cerca la realidad divina y gozar de sus mieles. Su peregrinar por la tierra se les hace largo, ansiando dejar la efímera vida de este mundo para vivir la eterna junto al más preciado bien, Dios.
Los demás, incluidos la mayoría de los creyentes, nos aferramos a la vida terrenal, tememos a la muerte y nos preguntamos por el “ más allá”. No alcanzamos a comprender los anhelos místicos ni, por supuesto, a experimentarlos. Los más devotos han podido tener una aproximación momentánea, incluso una sensación de levitación placentera, cuando en recogimiento se han arrodillado ante el sagrario en una capilla a media luz y con los ojos cerrados.
Pero no hay que acongojarse. Pocos son los llamados a ser místicos, y por la salvación de todos nosotros murió Jesús en la cruz, que nos espera junto al Padre para abrazarnos piadosamente cuando partamos. No arrojemos la toalla de la Fe y la Esperanza, y esforcémonos por practicar la Caridad. Si lo hacemos, mermará el miedo a la muerte y tendremos plaza asegurada en el Cielo.
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