La expresión “ Hay que condenar la violencia, 
proceda de donde proceda “ es acertada. Pero muchas veces se utiliza, adoptando 
dicha fórmula general para no comprometerse ni 
posicionarse, por ideología, cobardía o conveniencia, ante determinados actos 
violentos de los individuos y grupos que los cometen. Por el mismo motivo, 
muchos rechazan los “ extremismos religiosos integristas “, para no indicar a 
cuál o cuáles se refieren. Ambas muletillas les sirven lo mismo para las 
acciones terroristas, las violaciones de los derechos humanos y el radicalismo 
islamista. 
Pero contra el cristianismo, especialmente el 
católico, todo vale y no se guardan tales reservas, obviando el mensaje 
evangélico del Amor, en el que no parecen creer. La Iglesia, conformada por 
seres humanos, es santa, aunque no está libre de que sus miembros, con 
independencia de su mayor, menor o ninguna posición jerárquica, caigan en 
pecado, del que son perdonados en el sacramento de la Confesión, siempre que 
haya arrepentimiento, propósito de enmienda, reparación del mal causado y se 
cumpla la penitencia impuesta.
El relativismo imperante obnubila la capacidad 
del discernimiento, fomenta el apego insaciable a lo material, a la comodidad, 
diluye la esencia espiritual del hombre y su destino trascendental. Por eso hay 
tantas posturas y manifestaciones, aparentemente eclécticas y bondadosas, que 
encubren un vacío del alma. No hay que temer a la verdad, sino exponerla 
claramente, con humildad y sin rencor. Cuando tanto se aspira a la libertad, hay 
que desprenderse de lo que nos impide serlo.  “ La verdad es lo que nos hace 
libres “, en contraposición a que “ La libertad nos hace verdaderos “. La 
libertad, por sí sola, es a veces una excusa para no exponer la cruda 
realidad.
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