Son noticias frecuentes los ataques contra los templos católicos y no se ve reacción, incluso muchos piensan que son obra de cuatro gamberros cuando pintadas groseras y blasfemas aparecen en sus fachadas y puertas. La misma jerarquía eclesiástica y párrocos lo lamentan en privado, pero no oímos voces alzadas desde los púlpitos salvo contadas excepciones. No son anécdotas gamberriles, sino exteriorizaciones del caldo de cultivo que ha ido incubándose y propagándose desde el beligerante mensaje laicista, lanzado desde ciertos sectores de la izquierda atea directamente y a través de sus correas de transmisión en los mundos de la cultura y la comunicación.
No recurriremos al manido argumento de por qué no hacen lo propio en las mezquitas, ni lo deseamos ni incitamos a ello; saben que el alfanje les rebanaría el pescuezo y no se destacan tales profanadores por su valentía.
Puede ocurrir que a fuerza de repetirse acabemos acostumbrándonos, no darle importancia, que tiene mucha y de gran trasfondo, y aceptarlo como normal. Sería un grave error porque irá a más, conociendo la calaña de los que lo inspiran y miran hacia otro lado y la canalla de los que perpetran tales ataques religiosos y culturales. No se trata sólo de pintadas como es bien sabido, va más allá con actos sacrílegos y de expolio.
No extraña la pasividad gubernamental, tan celosa en promover que se retiren los crucifijos de los centros de enseñanza y edificios públicos. Da la impresión que su sola presencia les producen las convulsiones y desequilibrios anímico-mentales propias de los endemoniados.
La paciente mansedumbre y lo de poner la otra mejilla tiene sus límites, pese al mensaje evangélico. Se impone levantar la voz, denunciar y quienes tienen la obligación legal de ordenar la erradicación de tales barbaridades que se pongan las pilas.
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