Cuando llevas cuatro días de descanso y te has acostumbrado al ritmo de la nueva y reparadora rutina, suena el teléfono y una voz que pregunta: “¿ Qué os parece si nos acercamos a pasar un par de días con vosotros?”. Contestas con un ambiguo “ si estáis aburridos y os apetece…” ya que el recíproco trato no ha llegado a forjar lo que se entiende por amistad, conteniendo las ganas de responder que se busquen un hotel. Por un ” par de días”, se interrumpe el sosiego, procuras quedar bien y suspiras para que no se produzca lo de “ ¡qué bien se está aquí!, da pena tener que marcharse…”, en espera de la contestación para que se queden unos días más y entonces recurres a la callada por respuesta.
Una cosa es invitar a quién y cuando te place y contraria la de auto invitarse sin reparar en las molestias que ocasionan, máxime cuando no has dado pié para ello. Diferente es recibir una visita y obsequiarla con una comida o ágape, a que te se instalen en casa y trastoquen tus hábitos, incluido el modo de vestir en la intimidad de tu refugio.
Las verdaderas amistades, que no suelen prodigarse, nunca molestan. Siempre son bien recibidas y disfrutas con su compañía. Hay plena confianza y el ambiente es de espontánea naturalidad no reñida con los buenos modales. Las echas de menos si no acuden a la habitual cita para la que no hace falta previa invitación. Son como de la familia y punto. Animaos queridos amigos, quedan pocos días.
Hace años, durante los agostos, dos familias amigas que alquilábamos apartamento en el mismo edificio, competíamos por ver cuál recibía más visitas. Nunca pudimos ganarle; en un solo día recibió diecinueve , entre amigos y familiares del pueblo, aunque muchas veces quedábamos a la par. Nos contábamos los chascarrillos y en amplia terraza de un bar de entera confianza en los bajos de la alta torre, consumíamos porciones de los productos alimenticios de fabricación casera que, como detalle, traían los queridos visitantes, echando sus picaditas los dueños del establecimiento y diligentes camareros. Las noches se prolongaban entre tertulias, bromas y canciones acompañadas de guitarra. ¡ Felices veraneos aquellos!
Con el tiempo y por diversas circunstancias se han ido perdiendo tan entrañables costumbres. Los retoños, que no paraban de hacer trastadas, crecieron y andan ahora a su aire, los entonces activos anfitriones ya no están para prolongadas jaranas. Los años pasan y pesan. Para las madres, aquellos retoños siguen siendo sus niños.
No hay comentarios:
Publicar un comentario