Está cercana la vuelta de la esquina para las elecciones europeas. Se dice que el voto se hace en clave nacional, como respaldo, advertencia o castigo a la política gubernamental y de los distintos partidos, y que la mayor abstención obedece al desinterés y recelo que suscita la Unión Europea por su frialdad burocrática e inoperancia, ante muchos de los problemas que afectan a gran parte de los ciudadanos de su Estados miembros. Serán como un termómetro que indicará por dónde pueden ir los tiros de las próximas generales, aunque se afirme que los resultados no tienen por qué ser extrapolables.
En la Unión, que le falta recorrido y reformas para realmente serlo, el pez grande se come al chico, y desde ella se dictan directrices y normas que limitan en distintos aspectos la soberanía de sus Estados miembros. Priman muchos intereses contrapuestos y la línea divisoria entre su norte y sur es evidente, con diferentes sensibilidades sobre el modo de ser, entender la vida, la política exterior y de defensa, la unión fiscal... y la solidaridad.
Para avanzar en esa Unión y la defensa de los intereses nacionales, deberíamos poder elegir sin listas cerradas a quienes, por convicción, competencia y trayectoria, fueran los mejores " embajadores", y no se reprodujeran allí entre nuestros representantes las disidencias políticas de tan habitual consumo interno. No debería ser el destino una especie de exilio dorado de lunes a jueves o un premio de consolación, en lo que a veces se convierte y como tal algunos se lo toman.
Poco podremos ser considerados y tenidos por socios respetados y fiables si antes no ven que intentamos arreglar nuestra casa. Alguien acuñó que la Unión es la Europa de los mercaderes y, ya se sabe, que estos son exigentes y cuidadosos en que no les den gato por liebre. Por cierto, ante los estridentes maullidos independentistas se ponen tapones en los oídos
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