Hay mucha gente de edad avanzada que vive en
soledad. Si ésta es voluntaria se goza con ella, y si se tiene una salud física
y mental aceptables puede resultar hasta buena. No dependes de nadie, te
entretienes según tus gustos, sales cuando te apetece, te reúnes con quien te
place, recibes a tus seres queridos, procurando siempre no molestar ni ser
molestado. Pero hay que llevarla con cierto orden, sin riesgo de caer en la
misantropía, ni abandonarse en el descuido personal y doméstico. Hay personas
que, por motivos diferentes, optan por esta clase de soledad cuando pueden
permitírsela.
Pero la más abundante y a la vez más triste es la
soledad obligada por circunstancias distintas a la anterior, viviéndola de forma
no deseada. Es la que se sufre en la ancianidad y en edades avanzadas por causas
imprevistas o sobrevenidas, con quebrantos de salud y sin familiares que no
puedan o no quieran atenderte, o simplemente que no se tienen. Si a ello se suma
la precariedad económica, que impide sufragar la asistencia de una persona
cuidadora, la soledad y el aislamiento son demoledores si se está en aptitud de
ser consciente de ello. Afortunadamente se da mucha solidaridad y compromiso
familiar para remediar o paliar estas desdichas, además de la asistencia social
de las Instituciones, que no alcanza siempre a todos y en algunas ocasiones
llega tarde o se presta deficitariamente. Son encomiables las labores benéficas
que realizan las Hermanitas de los Ancianos Desamparados y otras congregaciones
religiosas.
En cualquier caso, los que padecen la soledad
obligada, siempre agradecen los gestos de cariño, aun en el caso de no poderlo
expresar. Dirijámosles la sonrisa afectuosa. La misma que algún día querremos
que nos dispensen.
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